Luna azul en Bogotá

Están por ahí.

Abundan. 

Hacen parte de todo y de nada.

Pero existen. 

Suelen decirte

lo maravilloso 

que se te ve el pelo.

Lo bonito que miras,

lo sabroso que cocinas.

Aunque no sepas,

aunque no sea cierto.

Los ves paseando en autos lujosos,

en transporte público,

moto o caballo.

Los ves vistiendo 

Gucci, Lacoste, Nike

O ropa barata 

de algún San Andresito.

Los conoces altos, rubios,

morenos, bajitos,

gordos o atléticos.

Con los ojos más lindos

que nunca antes hayas visto.

O con la mirada perdida

hacia el horizonte 

de sueños inconclusos.

De esos que pasan horas en el gym

o en el celular 

tecleando 24/7,

clic, clic, clic. 

Persiguiendo sueños

o simplemente dejando la vida pasar.

Los conoces con manos grandes, 

pequeñas, suaves o rudas.

Todas te acarician igual.

Todas te señalan las mismas cosas.

Todos saben lo increíble que eres,

lo maravillosa que eres.

Lo saben. 

Y te lo dicen. 

Con convicción y seguridad.

Todo el tiempo.

De muchas formas.

Pero al final.

Sí, al final.

Ninguno hace algo por quedarse.

O para que te quedes.

Huyen como un cachorro asustado.

Como un lobo a punto de ser cazado.

Como quien corre

bajo un intempestivo aguacero

que quiere destruir todo a su paso

huyendo del agua 

que no quema pero duele.

No se quedan.

A veces tampoco se van.

Te dejan partir

aún sabiendo que quizás

no te vuelvan a ver en otra.

O en otras.

Te dejan ir

para que otros 

te encuentren

y te amen,

aunque ellos

ya lo hayan hecho

dejándote ir.

Todos los derechos reservados. ©