Amanecer

La cabeza me daba vueltas, llegué a casa cansada y solo quería dormir, no quería saber del mundo por un rato, ni siquiera quería saber de ti porque a veces me dueles mucho. Pero hay personas que son faros en tanta oscuridad entonces, apareciste de repente para salvarme, como si mi cabeza lanzara una señal de auxilio.  

Llamaste y me pediste que me pusiera linda para salir a dar una vuelta, para que no pensara tanto. Quería decirte que no porque a veces la ansiedad me gana y pienso que no soy buena compañía, y que a lo mejor, te aburrirás pronto de mí. Al final dije que sí, porque ¿cómo decirle que no a esos ojos que me miran como me miran?

¡Te vi y súbitamente esa sensación de incomodidad desapareció! Contigo son más los nervios chistosos que la misma ansiedad. Olías delicioso, me acuerdo perfectamente. Aún guardo tu aroma en el cofrecito en el que se guardan las cosas que no cuestan pero valen mucho y que nunca quisiéramos olvidar. Con solo verte y darte un tímido beso, desaparecieron mis ganas de huir del mundo y tus tiernos labios me alojaron en una eternidad de la que no me quería ir.  

En tus manos llevabas un girasol precioso y una cajita blanca con un postre de ese sitio de café que se volvió mi sitio favorito para tardear; sabes bien que el postre de limón es mi preferido, así que con un mensajito cursi que escribiste en un post it, y junto a un beso en la frente, me lo entregaste prestando toda atención a mi reacción.  – Gracias, dije sonrojada. 

Caminamos sin rumbo por las calles empedradas del centro. Las luces amarillas adornaban los pequeños cielos de los restaurantes en los que personas comunes se ponen cita. Hacíamos chistes y nos reíamos de cualquier cosa; hablamos de libros, películas y canciones que recientemente nos habían volado la cabeza. No coincidimos en ninguna pero esa era la mejor parte de conocernos.  

Estábamos tomados de la mano de la forma que me gusta: no como si fuera tuya, sino como si estuviera contigo. Pasamos varias tienditas de recuerdos y regalos que ambos nos detuvimos a ver sin comprar nada. Anduvimos por varios minutos y segundos sin prestarle atención al reloj, porque cuando estoy contigo, lo de menos es el tiempo. 

Me llevaste a ver esa película infantil de la que hablamos, me compraste palomitas de las que me gustan, y a escondidas, un chocolate que también me gusta pero que como poco por miedo a engordar. A tí eso no te importa, me lo has dicho muchas veces pero yo aún no lo creo, así que lo guardaste en mi maleta y me agarraste la pancita con ternura haciendo chistes que no me dolieron. 

Al salir, nos esperaba una cena en ese pequeño restaurante francés del Barrio Viejo. ¿Te acuerdas cuando una vez fuimos y sólo nos alcanzaba el dinero para compartir un plato? Esta vez comimos uno cada uno, pero a mí no me importaría compartir la vida entera contigo.

Te invité una cerveza en tu sitio favorito, entraste pidiendo una de esas negras, frías y amargas. Ambos recordamos que ese fue el sitio de nuestra primera cita; allí nos dimos nuestro primer beso. Nada había cambiado desde esa noche. No dejábamos de hablar, de escucharnos, de vernos, de vernos de verdad. Pasadas las horas ya no reconocía si te empezaba a querer o te empezaba a amar. Daba igual. 

De pronto empezó a llover a cántaros. Tú solo me mirabas las piernas con ganas de cubrirlas, no sé si con tu cuerpo o con tu chaqueta verde y calientita. Mientras veíamos cómo todos corrían para refugiarse del frío y la lluvia, yo, nos imaginaba en un barquito, navegando por esos ríos de agua que iban cayendo por las calles y carreras de esta ciudad. Tú no eras el piloto ni yo tampoco, éramos los dos, mando a mando liderando esta aventura bajo la tormenta, la calma, el peligro, el silencio, el miedo, la incredulidad, la incertidumbre y el amor. 

Llegamos a casa, no recuerdo si a la tuya o a la mía. La música comenzó a sonar, empezamos a besarnos y sólo Dios sabe lo mucho que nos disfrutamos esa noche. Nos besamos como si el mundo se fuera a acabar, y así fue, pero aún no lo sabíamos. El reloj empezó a andar más lento y ya no me importó nada más. Te di todo de mí y tú me diste todo de ti y eso es lo único que diré aquí. Pero lo que sí sé, es que no habrá quien me toque, me bese y me desee como lo hacías tú. 

El viento se llevó todo y el mar había traído de vuelta lo que fuimos. En cada ola, pensaba, había un poco de ambos; eso que quizás en otras vidas pudieron ser pero que en esta ya no será nunca. Y está bien. Y estuvo bien. 

El amanecer se asomó por la ventana y mi piel desnuda estaba helada. Olía a café, a arepa con mantequilla y a huevos con queso y salchichas fritas. Abrí los ojos y entre dormida solo escuchaba el ruido de la rutina. Me senté en el borde de la cama como esperando a que el mundo sí se hubiera acabado, pero por lo pronto solo fue el mío. El olor a desayuno venía del apartamento de al lado.

Me reí por ingenua y me reproché por ridícula. Intenté buscarte con la mirada enceguecida por el alba. El bucle infinito había vuelto y yo estaba completamente sola y fuera de mí. Estaba un poco desconcertada, un poco melancólica, un poco perdida, un poco triste. Tú ya no estabas.  

Hay amores que duran lo que dura un sueño pero por eso no dejan de ser amores.

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