Lluvia bogotana

Llevo encima solo un saco grande que me hace ver más delgada. La verdad es que lo estoy. He bajado 11 kilos en un mes y me he dado cuenta porque el vestido que me hacía sentir hermosa hace unos años, ahora solo me cuelga, así que he decidido no usar nada más que esto; se me hace extraño verme tan distinta, irreconocible, rota. La verdad es que lo estoy.

Las ojeras se discipan con el maquillaje pero el cansancio de los ojos inflamados a causa del insomnio y la tristeza no se pueden ocultar. La máscara que me he puesto por varios meses se está cayendo. Por fin.

Me siento en la silla de madera que está al lado de la ventana y se me antoja un café de esos que me hacen sentir la calma de los días en los que no tengo necesidad de afanarme. Camino a la cocina y empiezo el ritual de preparación de esa bebida que por alguna razón me recuerda sus ojos. Sin querer, esto también me hace pensar en lo mucho que a veces las cosas más simples nos recuerdan personas.

Agradezco el silencio que inunda mi apartamento y la quietud de los gatos que se sientan a mi lado a tomar el poco sol que se asoma tímido por la ventana. Hace días que no nos alumbra; ha llovido a cántaros preocupantes, por eso tampoco he salido ni me he visto con alguien.
Nadie me ha llamado ni he llamado a nadie. Nadie es mi compañía por estos días fríos en que quisiera que no fuera nadie sino alguien.

Escucho cómo las gotitas de lluvia empiezan a golpear en la ventana. Fijo mi mirada, perdida, hacia el horizonte de montañas nubladas en donde se ve Monserrate. Luego de varios minutos inmóvil, esas gotitas de lluvia se cuelan en mis ojos.

De repente me entran unas profundas ganas de chocolate. Pero algo más adentro de mis ganas, me dice que no es momento para tonterías. Le doy play en aleatorio a esa lista de música que lleva nombre propio. Respiro profundo y el aire me inunda por dentro hasta no asfixiarme. Miro alrededor y no hay nadie, salvo mis gatos que se quedan observándome sin preguntarme pendejadas que no sabría cómo responder. Gracias a Dios no saben hablar.

Abro el libro que dejé abandonado en la mesita de noche hace unos meses y leo lo último que subrayé; entiendo que hay libros que no leemos por casualidad. A lo lejos se escucha venir un relámpago de esos que mi gato Aslan odia porque lo hace esconderse durante horas, como un cobarde, debajo de la cama. A él también se le cae la máscara de vez en cuando.

Se ilumina el cielo que parece anunciar un aguacero de esos que definen el estado de ánimo de los transeúntes desdichados que viajan en transporte público todos los días a cumplir con un trabajo al que nadie le importa. Como el mío. Un relámpago cae y suena tan duro que las ventanas vibran y las alarmas de los carros del parqueadero se encienden. Me deja sentada a tal punto que sale a volar el libro y agarro con fuerza al otro gato. Nos quedamos ambos con las orejas paradas pensando en que el fin del mundo se acerca. Luego de que la respiración se regula, le doy un besito en la cabeza y me tiro al suelo a buscar al otro gato. Lo agarro y lo pongo en mis piernas para que se calme. Nos calmamos los tres y empieza a caer solo una llovizna. A veces la vida nos asusta con truenos y relámpagos pero lo único que cae es una ligera lluvia que no nos mueve en lo absoluto.

Entonces, cierro los ojos y me sumerjo en las profundidades de mi propio y silencioso aguacero en donde el sentimiento de estar viva aparece. Estremecerme con el relámpago, antojarme de chocolate, limpiar el desastre que dejó el insomnio y sentir como adornan mi rostro las lágrimas que se cuelan como la lluvia fría. Percibir cómo estoy ahora tan desnuda y perdida, observar el tiempo y la atmósfera que me rodea. Preaparar café, saborear el café, oler el café, recordar con el café. Sentir el latido acelerado del gato y su respiración, recordar personas que duelen pero que nadie me ha explicado cómo olvidar; soñar con personas en cada canción que suena y en cada línea de los libros que leo, entender que así como la calma llega y se va, esto que está sucediéndome, también.

Es ahí cuando siento que no he muerto, que sigo viva aunque a veces no me de cuenta y siga sin entender por qué ya nada me estremece tanto como ese trueno o ese olor a café por las mañanas. Que sigo viva en cada una de las formas sencillas que me hacen sentir que algo sigue valiendo la pena. Sigo aquí y sigo viva intentando encontrarme en algún sentido.

Todos los escritos aquí tienen los derechos reservados y fueron escritos por Natalia Rodríguez Calvo.©