Bailarina en un río©

Llegas a un lugar dispuesta a estar; a estar ahí sin pensar en mañana, en más tarde, o incluso, sin pensar en el ayer. Estas ahí presente en ese incierto y emocionante momento. Empiezas a sentir como lentamente te dispones. Minúsculas gotas de sudor pasan por tu frente, tu naríz y tu espalda. Dispones tu cuerpo, tu alma y tu mente; todo se une hacia el suelo. Sientes con los pies descalzos la textura de lo que te sostiene. Todo está ahí en la tierra, con tu centro, con tu Ser, el Ser de verdad, ese Ser que quizás no te has atrevido a conocer.

No hay nada afuera que te perturbe. A tu al rededor están otros seres iguales de dispuestos y presentes; en compañía pero distantes y atentos. Alejados de lo que pasa por tu mente, de lo que saborea tu cerebro. No ven cómo te vistes, cómo traes el pelo o si llevas accesorios caros. No. No les importa. Allí nada de eso importa. Están solo enfocados en lo importante. Están lo necesariamente atentos y enteros; están los necesarios, los que son, ni más, ni menos.

La música suena y entre tantas melodías solo tú puedes escuchar las que fueron hechas para ti. Están a tu alrededor personas desconocidas, cada uno un mundo distinto del cual aprender. Estamos solos nosotros, estás solo tú, ahí, atenta, en situación, atenta a lo desconocido pero dejándote llevar por lo que suena y lo que sientes con eso. Música, silencios, respiraciones. Todo es música. Ta – cu – ta – cu – ta – cu – ta.

Un sonido vibrante y casi orgásmico se apodera de ti y se apodera de todos. Todos te miran pero solo tú sabes lo que sientes, el camino que tomarás y lo que debes hacer. Es tu turno de romperlo todo, de dejarlo salir, de dejar que todo arda. Mueves el pelo, sudas, saltas, te mueves en distintas velocidades, de distintas maneras, en distintos niveles; hasta de formas que no conocías, que no sabías que podías hacer. Saltas, vas al piso, te levantas de nuevo, sonríes, sonríes más, sientes furia, sientes cansancio, tus ojos se humedecen pero no es tristeza, o tal vez sí, tal vez mucha, tal vez poca, lloras, lloras mucho pero todo continúa moviéndose. Sigues, quieres parar pero sigues. Vas con el ritmo o a contra-ritmo, soleas con el tambor mayor, eres tú viéndolo fijamente, conectados y sintiéndose sin conocerse, comunicándose mutuamente, cruzando miradas y sonriéndose.

Alborotas el pelo, alborotas tu todo, todo explota, todo arde, no te importa lo que sucede, solo sientes y fluyes, te dejas llevar. ¡Qué lindo es dejarse llevar de vez en cuando! ¿No? Los demás te miran, unos solo admiran, otros aplauden y gritan; otros sonríen, otros no entienden lo que sucede pero qué más da. Solo importas tú, es tu momento sin importar qué hora esté marcando el reloj. Cada reloj tiene un tiempo distinto y en este tiempo solo importan tus horas, tus segundos, tu milisegundos.

Terminas extaciada, sucia, sudada, sin nada por dentro. Respiras profundo. Vuelves en calma. Sigues fluyendo pero ahora en completa paz. Te secas el sudor y las lágrimas que aún se asoman y que dejan un rastro que te visita de vez en cuando en forma de recuerdos. Te sacudes las rodillas, te cambias de ropa y sales de ahí sintiéndote viva, satisfecha, en paz; con ganas de sacarlo todo y prenderle fuego a lo que te hace sentir frío.

Y de repente, en completa calma, miras hacia el cielo y te permites estar sintiéndolo todo, sintiendo el viento que te sopla la cara y el pelo mojado, sintiéndote a ti tan poderosa, mágica e irrepetible. Y solo en ese instante tan minúsculo y perfecto te decides a querer vivir la vida como si fuera un Jam de baile.


Este texto nació de un ejercicio que hicimos en un club de lectura en el que nos encontramos con un libro precioso: «Indomable» de Glennon Doyle Melton. Allí nos quisimos plantear esta pregunta. ¿Cuál es la vida de tus sueños?

De niña tenía cuadernos en donde pegaba recortes de revistas de todo eso que quería en mi vida adulta: Un Volkswagen rojo, una Vespa y París, siempre París. Un amor para siempre de esos ridículos que nos enseñan las películas clásicas de Dinesy. Un perro que se llamara Lulo y un gato que se llamara Zoé. Una casita como esas que hay en Salento. Llena de plantas y de amacas para sentrme a leer un montón de libros que tendría en una biblioteca gigante. Una academia de artistas patrocinada por mí. Un trabajo ideal en el que yo mandara. Ropa de diseñador, tacones preciosos y bolsos de muchos colores.

No recuerdo lo que veía a mis 12 años, sinceramente no sé de dónde heredé ese pensamiento de éxito asegurado. ¡De mi familia no fue, ellos jamás me hubieran enseñado algo así! Ahora, en retrospectiva, solo me rio. A mis 32 años no tengo nada de eso y no me interesa tenerlo. No quiero andar entaconada por la vida, no quiero un amor con final feliz y que dure para siempre. ¡No quiero cosas que me extingan!

La vida de mis sueños es esto y nada más.

Todos los escritos aquí tienen los derechos reservados y fueron escritos por Natalia Rodríguez Calvo.©