Están por ahí.
Abundan.
Hacen parte de todo y de nada.
Pero existen.
Suelen decirte
lo maravilloso
que se te ve el pelo.
Lo bonito que miras,
lo sabroso que cocinas.
Aunque no sepas,
aunque no sea cierto.
Los ves paseando en autos lujosos,
en transporte público,
moto o caballo.
Los ves vistiendo
Gucci, Lacoste, Nike
O ropa barata
de algún San Andresito.
Los conoces altos, rubios,
morenos, bajitos,
gordos o atléticos.
Con los ojos más lindos
que nunca antes hayas visto.
O con la mirada perdida
hacia el horizonte
de sueños inconclusos.
De esos que pasan horas en el gym
o en el celular
tecleando 24/7,
clic, clic, clic.
Persiguiendo sueños
o simplemente dejando la vida pasar.
Los conoces con manos grandes,
pequeñas, suaves o rudas.
Todas te acarician igual.
Todas te señalan las mismas cosas.
Todos saben lo increíble que eres,
lo maravillosa que eres.
Lo saben.
Y te lo dicen.
Con convicción y seguridad.
Todo el tiempo.
De muchas formas.
Pero al final.
Sí, al final.
Ninguno hace algo por quedarse.
O para que te quedes.
Huyen como un cachorro asustado.
Como un lobo a punto de ser cazado.
Como quien corre
bajo un intempestivo aguacero
que quiere destruir todo a su paso
huyendo del agua
que no quema pero duele.
No se quedan.
A veces tampoco se van.
Te dejan partir
aún sabiendo que quizás
no te vuelvan a ver en otra.
O en otras.
Te dejan ir
para que otros
te encuentren
y te amen,
aunque ellos
ya lo hayan hecho
dejándote ir.
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