Seis días con el mar como vecino no fueron suficientes para este reencuentro conmigo.
LUNES:
Voy en un bus algo destartalado mirando por la ventana un cielo espectacular que en medio de suspiros me regala una palmadita en la espalda, alentándome y recordándome lo bonito de estar viva.
Delante de mí va una pareja de esposos que, a leguas, se nota que tienen varios años encima; sus ojos se ven cansados, su pelo se colorea con cabellos plateados y sus manos empiezan a teñirse con unas pequeñas manchitas grises que me recuerdan a las que van apareciendo en las manos de mi madre. Emocionados, van capturando con su celular ese espectáculo natural con el que nos recibe, para mí, una de las ciudades más hermosas de Colombia. Se dicen entre ellos que es precioso lo que ven sus ojos, al parecer por primera vez pisan estas tierras; al parecer por primera vez ven el mar y no dejo de pensar en lo bonito, mágico y especial de las primeras veces.
Detrás mío hay una pareja de chicas que rien, y al igual que yo, recuerdan esa primera vez aquí. Coquetean y se muestran sin miedo a lo que son. Una de ellas besa los párpados de la otra, le acaricia el pelo y se recuesta en su pecho sintiéndose protegida y aliviada. Entre ellas solo veo complicidad, algo que solo el amor puede darnos.
A veces la vida no es lo que esperamos, pero sí es lo que elegimos hacer con ella, por eso estoy aquí. Sigo mirando por la ventana impactada por ese precioso atardecer: un color naranja encendido, el sol en su máximo esplendor en circunferencia perfecta en todo el centro del horizonte, alineado con el color violeta y azul del mar que me saluda y me da la bienvenida a este nuevo viaje en el que pretendo reencontrarme. ¿Cuántos viajes necesitaré para eso? Me pregunto.
Llevo a cuestas una maleta que contiene un computador con muchos pendientes que me hubiera gustado botar a las profundidades del océano; ese diario que trato de escribir todos los días para entender y releer con nostalgia cada cierto tiempo; un libro que llevo leyendo hace una semana y que me hace sentir identificada con cada palabra; dos vestidos de baño, dos mudas de ropa y alguna que otra cosa que no me estorba.
Antes de abordar el avión este morral pesaba mucho, pero ahora, siento como si llevara plumas; de repente todo eso que me preocupa no viene conmigo y se queda en la hostilidad de la selva de cemento en la que vivo y la que a veces quisiera dejar.
MARTES:
Me embarco en este viaje que me pone a prueba: No soy tan valiente como creo y soy tan paranoica como imaginé. Vengo a este lugar para dejar de correr porque la carrera de la vida me cuesta cada vez más y llegar a la meta se me hace cada vez más difícil; no disfruto el camino y la incertidumbre se apodera de mi reloj que hace unos años, pienso, está averiado.
Busco lejanía, quiero sentir que todo ha valido la pena de algún modo, que cada trasnocho, minuto de cansancio y frustración vale cada segundo frente al mar. Que puedo decidir aún sobre mi y sobre lo que quiero. Que el amor no duele y que la valentía no es pararse a puños con la vida demostrando lo fuerte que soy. Que se vale ser débil, que se vale sentirse frágil, que se vale pedir ayuda y que se vale decir: ¡No puedo más!
Deseo apagar mi teléfono y quedarme en modo mar así sean unas pocas horas. Quiero sentir que la vida es aquí, y que ante tanta inmensidad, no hay nada que pueda perturbarme.
MIÉRCOLES:
Me siento en la orilla de la bahía y veo a lo lejos la nada, la oscuridad, la arena volando encima de quienes vinimos aquí buscando algo. Me acompañan sin acompañarme el cansancio de los días y algunas ojeras que también se sientan a contemplar la oscura y tranquila imensidad que aquí no asusta. Me quito las sandalias y mis pies tocan la arena humedecida por el agua salada. Se mete entre mis dedos y me hace cosquillas. Hace mucho no me sentía tan presente. La fuerza del agua llega hasta mí y me bordea los pies que ya se empiezan a hinchar por el calor. Solamente se oye la fuerza de las olas que golpean las rocas que adornan la orilla de la bahía. A lo lejos se escucha algo de música y palabras que no me interesa comprender porque estoy inundada por un montón de pensamientos que me piden calma, que me piden ir lento. ¿Cuándo va a parar?
Siento que no me hace falta nada. Me siento completa y agradezco poder estar aquí; viendo, oyendo, sintiendo y pensando en las infinitas posibilidades. Las lágrimas no se guardan pero esta vez no las domina la tristeza, no lloro porque algo o alguien me falte, ni porque quiera que alguien esté aquí. Lloro con esa profunda sensación de gratitud que he querido que me embriague cada día de mi vida; porque soy afortunada pero a veces se me olvida. Hoy, aquí, presente y prestándole atención a lo importante, dejando en la ciudad hostil eso que me apura y escuchando lo simple hablándome y pidiendome no dejar nada para después, me siento a pedir hacia el cielo y hacia mis adentros el poder mirar el mundo como miro este inmenso mar. Mirar la vida con confianza, fe y coraje.
JUEVES:
Tan necesario que es hacer una pausa, escuchar los latidos y cómo en lo más profundo grita eso que de verdad me mueve. Cada tarde me he postrado en este camino de piedras y por unas horas, que quisiera hacer más largas, me quedo contemplando el ocaso, viendo cómo se tiñe el cielo de tonos violetas, rojizos y naranjas, encima del horizonte del mar azul que se lleva todas mis dudas y que me trae con cada ola nuevas preguntas a las que tendré que buscarles respuesta pronto. O tal vez no, tal vez no.
El viento anda violento y con él me acuchilla una arenosa brisa tibia que cubre cada centímetro de mi piel abandonada. De repente y sin saber por qué, vienen a mi memoria tus carias y tus besos, igual de inclementes y tajantes, igual de violentos e inolvidables. Veo venir con cada ráfaga de olas el recuerdo de lo que fuimos y no seremos nunca, porque así como no hay un atardecer parecido a otro, no hay otra vida en la que podamos repetirnos.
VIERNES:
Deambulo por las calles de esta ciudad que no conozco aunque haya visitado mucho. Paseo por ahí, sin pedir la opinión de nadie, sin consultar lo que otro podría hacer en mi lugar. Cada día al final de la tarde me sentaba en un lugar cerca a la playa a leer y luego a contemplar en mis pensamientos cómo se nos va la vida dándole a otros lo que no nos damos a nosotros mismos. Esta quietud y esta calma se me hacen extrañas porque en la vida real no tengo un solo momento de pausa, ni siquiera cuando pongo mi cabeza en la almohada suplicando acallarla. La ansiedad y el miedo de haber hecho algo mal o haber olvidado algo, se quedaron en casa y comprendo al fin que es momento de empezar a no olvidarme de mi.
El sonido del viento y las olas en calma arrimando a la orilla para tocar mis pequeños pies, me calman y silencian cada uno de mis miedos. Vine aquí a pensar en el futuro pero realmente el mar me regaló la posibilidad de pensar en el ahora, esa habilidad que pocos tienen y que quienes no la hemos desarrollado, tenemos la mente enferma, el alma estancada; pretendemos tener la vida resuelta sin haberla resuelto, pensando en el momento perfecto para hacer todo, sin avanzar ni pensar en que el tiempo se diluye como una pincelada en el agua. Que no hay momento perfecto, que nada puede ser perfecto, y que si lo es, no puede ser sostenible con el tiempo. ¿Por qué ese afán de buscar la perfección, como si en la imperfección no se encontrara lo bello?
SÁBADO:
Tengo el mar solo para mí, por fin me pude alejar de las responsabilidades y dedicar un solo día para silenciarlo todo. Me encontró una playa solitaria que me acogió por unas horas en las que la inspiración también me recibió. Sin personas, sin señal, sin intrusos en mi cabeza. Prendí el celular para poner música pero solo había una canción. Sonó en bucle y me dejé llevar. Fluimos, nos enlazamos y pensaba en lo lindo que es conectar y coincidir a tiempo, aunque eso a mí generalmente me ocurra a destiempo…
Y con ese destiempo en el que también emergen lindos encuentros, con mi cuerpo extrañamente tímido y con el mar como único espectador, me dejé llevar por el movimiento hasta terminar agitada, acostada en la arena oscura, escuchando el furioso mar acercarse sin miedo para mojar mi espalda cansada. Hice las pases con el desencanto y le dediqué unas frases pero la tregua en definitiva fue bailado.
Me quedé enmudecida, respirándome y sintiéndome como nunca antes, con la vista hacia el cielo nublado en el que de vez en cuando se veían gaviotas sobrevolando mis pensamientos. Volví a llorar, inmóvil, contemplando el ritmo de las olas haciendo pareja con el viento y pensando que solo me queda esto: un montón de arena en los pies, el pelo despeinado, las lágrimas que se lleva el infinito mar que me demuestra que estoy viva. Es lo único que cuenta, es lo único que tengo, es lo único que me permite estar aqui. Y ese es el mejor regalo que este viaje me pudo dar, sin necesidad de una envoltura costosa y sin necesidad de hacerlo perfecto, solo inolvidable.
Gracias por llegar al final, gracias por llegar hasta aquí, gracias por leerme.
Todos los escritos aquí tienen los derechos reservados y fueron escritos por Natalia Rodríguez Calvo.©